El Senor del Mal
A pesar de sus descomunales dimensiones, la
estancia olía a putrefacción. En la oscuridad casi total, junto a uno de
los rocosos muros y sobre
un lecho
apelmazado de restos humanos, se erigía el Señor del Mal, como un dios
monstruoso exiliado de todos los panteones. Su mole se perdía en las
alturas, una montaña de carne amorfa, palpitante en algunos de sus
obscenos pliegues y de un verde putrefacto en otros, envuelta en vapores
de corrupción y nubes de moscas rabiosas. Algunos huesos parecían
querer rasgar desde el interior la grasa, la piel correosa cubierta de
llagas y cicatrices que los aprisionaban. Y allá en la cima, donde
habría de existir un rostro, el Señor del Mal exhibía un enorme agujero
abierto en la carne, que se abría y cerraba, se abría y cerraba sin
descanso…boqueando un murmullo gorgoteante, e inaprensible.
La
única, escasa iluminación, provenía de los tres corredores horadados en
la roca, cuyas bocas vomitaban tenues resplandores rojizos y anaranjados
en la inmensa oscuridad de la caverna. El Señor del Mal resultaba,
medio vislumbrado, medio intuido, una visión de pesadilla ante esa luz
insuficiente.
Del corredor central comenzaron a llegar ecos de
pasos y voces apagadas, temerosas. Poco después, precedidos por sus
sombras titilantes, emergían hombres de variopinto aspecto, constitución
y catadura, organizados en pulcra fila india. Todos avanzaban mirando
hacia su siguiente paso; era la forma de mostrar respeto y sumisión
incondicional ante el Señor, así como una precaución para no tropezar
con ningún desnivel de la roca o alguna de las criaturas, blanquecinas e
indefinibles, que se escabullían entre sus pies como serpientes. Un
rumor grave, contenido, les acompañaba en su travesía por la oscuridad.
Algunos tosían para aclararse la garganta, dominados por el nerviosismo;
y las toses sonaron tan ridículas, patéticas, en aquella majestuosidad
tenebrosa de espacios sólo imaginables, que los abrumados hundieron –aún
más– sus cabezas entre los hombros, como si intentaran esconderse en sí
mismos.
El primero en la fila, un hombre de piel oscura y ojos
gélidos, les guiaba con paso firme; parecía que no era la primera vez
que caminaba por este lugar, pero para muchos de ellos, resultaba
evidente que así era: según se iban acercando, y la masa ingente del ser
que habían venido a buscar se convertía en una realidad irrefutable
para sus sentidos, comenzaban a trastabillar, temblando sin remedio.
Nunca imaginaron que su presencia fuera a ser tan…inhumana.
<> –les había advertido su guía, pero a medida que la fila
avanzaba, su paso se iba haciendo lento, cauteloso. Ninguno podía
evitarlo. Aquel ser colosal les hacía sentir indefensos, minúsculos ante
su tamaño, y su aura de maldad casi respirable. De repente, un bramido
gutural, atronador, surgió de la montaña de carne como una erupción
sonora, una tormenta cacofónica de voces fundidas en un tono salvaje,
que se expandió en olas de negrura. En la fila, los nervios de algunos
hombres se quebraron definitivamente. Toda la valentía que les impulsó
hasta aquí se desvaneció, quedando en su lugar la esencia pura del miedo
animal. Unos quedaron paralizados, como estatuas lívidas de sal, otros
cayeron al suelo, hechos ovillos fetales, temblorosos. Un joven alto y
delgado corrió despavorido, intentando huir por donde habían llegado. Y a
los pocos metros del umbral, una sombra se interpuso entre él y su
salvación. Como una ráfaga de viento, se lanzó sobre su cuerpo,
pegándose a su piel. Su primer grito de sorpresa pronto aumentó hasta
ser un aullido de sufrimiento. Los pocos que se atrevieron a mirarlo
vieron cómo la carne se deshacía lentamente, burbujeando, cayendo en
goterones al suelo; sus ojos eran dos gelatinosas lágrimas blancas, que
se escurrían junto a las pastosas mejillas sobre el pecho. Y así siguió
gritando hasta que dejó de tener garganta para hacerlo. Sus compañeros
de fila caídos se habían unido a él, como bultos negros de brea
siseante, en una sinfonía de dolor. Los demás –aún conmocionados– se
pusieron a caminar de nuevo. Y entonces comprendieron que no era roca lo
que estaban pisando desde que entraron…
El guía de la fila se
detuvo, al fin, frente a un enorme montón de objetos compactados de toda
clase: cuerdas, hachas, telas que habían sido prendas de vestir,
piedras…formando un parapeto que rezumaba sangre como un extraño animal
herido, frente al Señor del Mal, que se alzaba sobre ellos, un océano
vertical, imposible, de carne corrupta. El olor era espantoso, y
tuvieron que luchar por retener las arcadas.
El primer hombre
se adelantó un paso. Metió las manos en los bolsillos del pantalón y
sacó un cuchillo en un trozo de tela ensangrentada. Los mostró en alto,
justo antes de arrojarlos al montón.
–Violé a una chica. Después, le corté el cuello con ese cuchillo.
El Señor del Mal se inclinó levemente hacia él desde las alturas, como
si pudiera verlo a través del agujero en la carne por el que habló, con
su voz compuesta de mil voces:
Cuatro años más de vida –retumbó, con ecos abismales.
El hombre hizo una leve reverencia antes de dirigirse hacia la derecha
de la deidad, donde se abría la boca de uno de los tres corredores
iluminados. Una vez vio salir a su compañero, el siguiente en la fila
ocupó su lugar. Intentó que su mano dejase de temblar mientras sacaba un
revolver de su chaqueta. Lo elevó sobre su cabeza, y lo echó al montón.
Allí quedó entre los pliegues de un saco.
Disparé a mi hermano hasta matarlo –dijo con voz medio estrangulada.
Cinco años más –sentenció el Señor.
El tercer hombre era de baja estatura, casi calvo y con una expresión
de odio perenne grabada en las facciones. Con una inclinación, empezó a
exponer sus actos:
Ordené el genocidio de una odiosa minoría en mi país. Murieron miles, no sabría decir cuántos exactamente.
El Señor del Mal se removió, acompañado de un sonido de humedad
pegajosa según se volvían a asentar las masas de carne en su nueva
posición.
¿Los mataste a todos tú, en persona? –La pregunta cayó como un alud furioso y ensordecedor sobre él.
El hombre se inclinó un poco más. Unas gotas de sudor empezaban a resbalarle por la frente.
Yo di todas las órdenes a los comandantes, mi Señor –consiguió decir, sin saber dónde mirar.
El Señor del Mal volvió a tronar, escupiendo rabia aterradora.
¿No manchaste tus manos de sangre?
No…de forma directa; pero sin mi or…no pudo terminar la frase.
En la montaña de carne se abrieron varias pústulas, largas y
serpenteantes, y una miríada de tentáculos fue expulsada al exterior,
lanzándose sobre el genocida. Uno de ellos le rodeó la cabeza, a la
altura de los ojos, mientras otros lo tomaban por las piernas y la
cintura, elevándolo sobre el suelo. La fila retrocedió espantada, ante
los gritos angustiosos del hombre que intentaba zafarse sin conseguirlo.
Entonces los tentáculos comenzaron a presionar. Y los gritos de dolor,
entrecortados, aumentaban de volumen para horror de todos los que lo
observaban debatirse. Su agonía pasó a un alarido mantenido de
sufrimiento, mientras los tentáculos empezaron a tirar en sentidos
opuestos, sin soltar a su víctima. Unos crujidos amortiguados pero
audibles, escalofriantes, salían del hombre, cuyas cuerdas vocales
debían haberse quebrado ya en el éxtasis del dolor. De súbito, el cuerpo
se partió en dos con un restallido de huesos y músculos; los tentáculos
arrojaron las dos mitades, casi con desprecio. En la fila les dio
tiempo a ver cómo se descolgaban los pulmones, cómo se vertían las
vísceras, antes de desaparecer en la oscuridad. Los gritos del pequeño
hombre se acallaron.
Ahora quedaban once en la fila. Y el siguiente tuvo que ser empujado por los de atrás para avanzar.
Y de ellos, sólo seis dijeron aquello que el Señor del Mal deseaba oír.
Transcurrieron muchas horas antes de que sonidos humanos volvieran a
escucharse en la caverna. Llegaban por el corredor opuesto al que los
seis afortunados habían tomado para salir de allí, conservando su vida y
un poco más. Pasos, carraspeos y algún estornudo anunciaban a la
muchedumbre que se acercaba. Eran no menos de veinte cuando al fin
aparecieron. Todos ancianos, que avanzaban a duras penas, y algunos de
ellos, que casi no podían mantenerse en pie. Se dirigían hacia su Señor
con extrema cautela, uno tras otro, tanteando con sus bastones la roca
de sedimentos humanos para evitar cualquier caída que pudiera resultar
fatal. Iban flanqueados por sombras inquietas, como charcos de petróleo
viviente.
¡Hablad! –retumbó la montaña de carne.
Mi
Señor –dijo el primero, con voz cascada, apenas audible–, venimos a
pedir tu clemencia. Ya no podemos matar para ti como antes; nuestros
cuerpos lo impiden. Pero sabes que nuestro deseo y nuestra devoción
siguen intactos. Déjanos morir en paz, y perdona que no podamos traer ya
las ofrendas que mereces, mi Señor.
El anciano inclinó el rostro, y cerró los ojos.
Algo sonó en el interior de la carne inmensa, como un trueno bajo
tierra. Todos se estremecieron. Y desde las alturas cayó la voz:
No temáis. Es el regalo de la eternidad lo que os voy a conceder…
Y largas tiras de carne hedionda se desprendieron sobre ellos,
aferrándolos con fuerza, alzándolos entre gritos de desesperación como
colgajos patéticos. Tres tropezaron para caer sobre las sombras
devoradoras; pero el resto, uno por uno, desaparecieron pataleando por
el abismo que era la boca, la cima, del Señor del Mal.
Y
mientras caían, mientras los recibía en su interior infinito, su
pensamiento –que era un fluido cambiante conformado por millones de
mentes fragmentarias– entonaba un mantra desquiciado, una oración oscura
que siempre fue la misma, pero cada vez más profunda, nunca igual.